La hípica, en sus diferentes modalidades, es un deporte que consiste en putear a un caballo para que haga el deporte por tí: correr, saltar, hacer cabriolas, marcar goles… Como mantener el material deportivo nunca fue barato, la cabalgación siempre ha estado asociada a las élites (Cayetano, de profesión jinete, you know).

La hípica es un deporte que, desde esta bitácora, desaconsejamos. Desde el punto de vista humano, los accidentes pueden ser graves; subido a un caballo estás mu arriba; hay muchas maneras de bajarse rápidamente y casi todas son malas. Incluso pasear en una ruta ecuestre es peligroso; los caballos saben si el que va arriba es un inútil y te van a intentar putear a la mínima. Las carreras, los saltos y demás torneos ya tienen un plus de peligrosidad que no es necesario explicar. Salen hasta en Ben Hur.

Pero desde el punto de vista animal es todavía peor; el caballo suele sufrir en el proceso y es castigado para que aprenda y cuando su rendimiento no es el esperado. Es explotación laboral de la peor, y todo por y para nuestra diversión (bueno, la de Cayetano; yo cuando he ido a caballo he pasado bastante miedo*). Y le pagan en alfalfa. Como punto positivo, cuanto más ligero eres también es más fácil para el caballo; así que es de los pocos deportes en el que -si supiera montar- me iría mejor que al típico Chuarcheneguer musculado de más de seis pies de altura (como se decía en las novelas de Marcial Lafuente Estefanía).

Pero como bola extra desaconsejatoria, las apuestas a las carreras de caballos son algo así como el elemento fundador de la ludopatía. Por una cabeza podría ser su himno**. Expresiones como «se paga seis a uno», «doble gemela» o «elcabrónvaytiraenelúltimoobstáculo» son anteriores a «una de catorce» o «cinco y el complementario».

Por todo esto y más, aquí queda nuestra desaconsejación.

(*) He cabalgado pocas veces, pero mi único accidente ecuestre fue… con un pony. Un amigo del pueblo tenía uno, y se presentaron en el cumple de mi hija (6 ó 7 años tendría), para que se diera una vuelta. Ella tenía algo miedo, y para demostrar que no pasaba nada, me subí yo. Galindo, que así se llamaba, rápidamente me hizo saber que (punto 1) en su contrato figuraba claramente que sólo podían subir niños y (punto 2) me iba a enterar de lo que valía un peine. El animal pasó de 0 a 100 en décimas de segundo en dirección al peral y a la pared de la casa. Me tuve que lanzar en marcha -una costalada bastante aceptable- para no dejarme los piños. Galindo frenó inmediatamente en cuanto se vio libre de mi peso, sin arrollar a nadie ni esnafrarse contra nada. De más está decir que fue el momento más celebrado del cumple*** y que mi hija no se quiso montar.

(**) Por una cabeza de un noble potrillo / que justo en la raya afloja al llegar / y que al regresar, parece decir / «no olvides, hermano, vos sabes, no hay que jugar».

(***) Mi suegro, gran aficionado a los westerns, dijo que yo no valía para cuatrero.

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