Gilipollas hay que decirlo más…

Desde que el mundo es mundo, se han utilizado palabras soeces para descalificar al otro. El castellano, por añadidura, es especialmente prolijo en expresiones malsonantes. Aunque algunos han querido ver en el italiano un idioma rival, les invito a que repasen cualquier reel de Instagram, tuit, o similar, de ciudadanos argentinos ciscándose en los futbolistas de su combinado nacional, antes de ganar el último Mundial, y coincidirán conmigo en que nuestra lengua no admite comparación. Se lo dice alguien que, en plenos «años de plomo» en Euskadi, ha visto a las huestes juveniles de la Izquierda AberchandalTM cambiar del euskera al castellano, sólo para insultar.

No obstante, hoy en día, el improperio tradicional atraviesa un descrédito comparable al del piropo. Pero peor, porque, al fin y al cabo, el piropo no es más que una expresión de machismo rancio, mientras que, faltando, uno puede ofender a una variada panoplia de colectivos, que nada tienen que ver con el blanco de nuestras iras verbales.

Por ejemplo, a pesar de que los muchachos chanantes glosen lo contrario en el vídeo arriba incluido, «hijo de puta» ofende a las víctimas de explotación sexual, además de ser claramente patriarcal, por dirigirse a quienes han sido gestantes del insultado.

«Cabrón» tiene su punto especista, porque, ¿que daño nos ha hecho el macho cabrío, a no ser que nos hayamos puesto frente a uno, dándole la espalda (caso en el que es posible que hayamos acabado en traumatología, por ir provocando)?

Otro tanto cabe de la abominación de la homofobia que implica calificara a alguien de «marica» o «maricón». Resulta superfluo explicar todo lo que está mal en esta expresión. Que la orientación sexual no es nada peyorativo, que el hecho de preferir a personas de tu mismo sexo no te hace más débil, menos recio, o cualquiera que de las virtudes que, supuestamente asociadas a la heterosexualidad, se quiera poner como oposición a lo que representa el destinatario del epíteto…

También existe un capacitismo inherente a todo insulto que aluda a la capacidad intelectual del objetivo: «subnormal», «retrasado», etc. Ahora se ha puesto muy de moda el usar anglicismos o neologismos, o una mezcla de ambos, como «monguer». En realidad, en la lengua de Shakespeare, monger no es otra cosa que monje, y no creo que sea la intención. La verdadera es disfrazar el uso de «mongolo», anacrónica expresión que alude a la trisomía del par 21, es decir, las personas con Síndrome de Down. El Dr. John Down, a quien se debe el nombre, creyó observar rasgos faciales similares a los de la etnia habitante de Mongolia en los afectados por esta mutación cromosómica, y de ahí que se les asimilara. Imaginen el sonrojo que me causa, hoy en día, explicarle a uno de mis retoños que una de sus compañeras de clase es mongola, pero porque sus padres vinieron hace escasos años de las tierras del Gengis Khan, no porque tenga ningún tipo de diversidad funcional.

Pero hay un insulto tradicional, propio de nuestras latitudes, y apenas conocido en otros países hispanohablantes, que viene a nuestro rescate. Es el gilipollas. Cuenta la leyenda, transmitida verbalmente entre generaciones, que había un ministro del Gobierno, apellidado Gil, que debía de tener poco aprecio entre el vulgo. El susodicho solía salir a pasear, haciéndose acompañar por sus hijas, en edad de merecer, con la intención de llamar la atención de algún pretendiente. Que pretendiera arrimarse a la sombra del poder de su futurible suegro, quiero decir. En aquella época, era frecuente referirse a los hijos como «los pollos», y por traslación, a las hijas como «las pollas». El vocablo todavía carecía de connotación sexual. Así pues, cuando el prócer de la Patria salía con sus vástagas, el pueblo murmuraba: «Ahí vienen Gil y sus pollas». A partir de ese momento, la economía expresiva lo transformó en «Gil y pollas», y de ahí a «gilipollas».

Nótese que la frase inicial es una crítica de abajo hacia arriba, del pueblo contra los poderosos, no al revés, como suele suceder. Además, vitupera la costumbre de exponer a la progenie femenina como ganado en el mercado, así que es reivindicativa de la lucha por la igualdad y contra el heteropatriarcado. Culminando, echa pestes de un sujeto y las a él sujetas, así que no discrimina por razón de género. En suma, es el insulto políticamente correcto por antonomasia. Repitan conmigo: «¡Gilipollas hay que decirlo más!».

Holi!

Para quienes me recuerden, solía hacerme llamar Ender, primero, Teniente Kaffee, después. Fue hace casi una vida, entre 2006 y 2007, en la primera etapa de ésta, su casa disparada. De entonces para acá, han pasado muchas cosas, y si no se las cuento, no creo que vayan a seguir con la lectura.

Primero, presentémonos. Mi nombre es Jorge Bermúdez, y cuando empecé a darle a la tecla por aquí, en un birrioso portátil Packard Bell (esto tiene su historia), allá por enero de 2006, era un triste opositor a la carrera judicial/fiscal, a punto de tirar la toalla tras años de infructuoso estudio, y que necesitaba desahogar bilis en forma de risas, mi última línea de defensa. Empecé a leer algunos blogs, los canónicos, y a través de uno de ellos, conocí una casa de juerga y desparrame llamada «Halón Disparado». Comencé a leer y comentar asiduamente, y hasta escribir por privado al timonel de aquella nave del desvarío, el Camarada Bakunin.

En estas, ante mi evidente logorrea y necesidad de casito, el susodicho me dio las llaves y me dijo: «Ponte cómodo». Y eso hice. Por aquel entonces, como no había influencers, pero si ego, había una clasificación de blogs más leídos en España. Fue una cosa de mucha risa cuando, en plena competición entre Microsiervos y Enrique Dans, con Ignacio Escolar asomando por el reflejo del retrovisor, se les coló por la derecha un entonces desconocido Marcelino Madrigal. La cosa fue tan digna de verse que dio hasta para aparecer en un sesudo paper universitario (aquí, página 42). El caso es que, en aquel 40 Principales de la época dorada de la blogocosa, ésta página de ustedes llegó a estar la número 60. Casi nada.

Pero hablábamos de mi libro. En aquellas fechas, desprovisto de toda esperanza, me presenté a la última convocatoria que había firmado y, contra todo pronóstico, aprobé. Así que me tuve que encargar una toga a medida, con escudo en la pechera, porque pasé a formar parte del Ministerio Fiscal. A pesar de ello, impenitente, continué escribiendo, y después de alguna que otra enganchada, con cruce de posts agresivos, y un aviso en la empresa de que aquí hemos venido a defender el Estado de Derecho, no a practicarlo, me di de baja.

Pasaron los años, me seguían picando los dedos y desahogué mi pasión por darle a la tecla escribiendo «de verdad», que diría el maestro Andrés Trasado. O al menos, esa es mi opinión.

Publiqué capítulos en un par de libros técnicos, un relato en un libro con Pérez-Reverte (sí, ése, también tiene su historia)… y entonces apareció Eldiario.es. Pongámonos en contexto: un joven fiscal con ínfulas literatas y un pasado en un blog, un arriesgado periodista/bloguero que lanza una nueva cabecera digital… Un breve intercambio de DM’s en Twitter, y servidor de ustedes empezó a colaborar en «Zona Crítica», el nuevo blog que, andando el tiempo, llegaría a convertirse en el periódico digital nativo líder en audiencia, Eldiario.es.

Reconozcámoslo, hoy en día, Eldiario.es está muy lejos de ser el proyecto que conocí. Hay un paywall permanente, donde antes los contenidos eran libres, y una línea editorial marcada, muy marcada. Pero en 2012, que un jurista dejase de usar el «no es más cierto que…» y los latinajos, y les explicase a los ciudadanos de a pie cómo funciona lo de la Justicia por dentro, pues era revolucionario.

Ahora, resulta que todo quisqui ha inventado la pólvora, con jueces que comienzan en Twitter, bajo seudónimo pero con el escudo y la toga en el avatar (cosa que yo evité deliberadamente siempre), que luego se quitan la careta virtual y escriben libros, dan conferencias y reciben loas y alabanzas. 250 artículos igual dan para un libro, aunque quizás hoy no firmase todos los que rubriqué en su día. Pero ese fue mi legado, desde 2012. Hasta que también lo dejé.

Pero eso, parafraseando a Michael Ende, es otra historia, y debe contarse… en el próximo capítulo.